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R12

En alguna esquina de mi memoria, bajo los pinares y los bosquecillos de encinas, junto a los amplios prados decorados con alpacas, o quizá ronroneando de fenómenos entre las zarzas y morales, sobre humildes y agrietados asfaltos comarcales, o esperando frente a algún semáforo, quizá cargado de canastas de barras de pan ardientes, y con ese olor característico mezcla de horno y Kaiser,  aún se encuentra el viejo y blanco Renault 12 ranchera de mi abuelo.

Entre muchas de las cosas por las que regresar al viejo barrio se me hacía tan difícil una era la de no encontrar aparcado aquel coche y, junto a él, a mi abuelo, fumando con una mano y con la otra apoyada sobre el tronco de una acacia, frente a la tienda de mi abuela. En verano -que era la única época en la que yo estaba disponible al 100% - me gustaba ir allí y pasar las mañanas; él se ocupaba de ir a la panificadora a por distintos pedidos de barras de pan (de 550 a 800, dependiendo del día), y, si la abuela daba permiso, subía de un salto al asiento de delante, junto a él, y, ¡caray!, íbamos al polígono industrial y traíamos lo que se esperaba; había tanta gente esperando el pan reciente que muchos eran capaces de aguardar hasta 20 minutos, sin prisa, atestando el pequeño local comercial y, cuando descargábamos todas aquellas barras, un olor caliente pero delicioso inundaba aquel lugar. Aún hoy se me hace difícil oler a pan reciente y no oler un Kaiser cercano.

Era un coche fantástico, durísimo. Y, en el caso del de mi abuelo, además de ser durísimo estaba lleno de migas de pan, pero eso no era óbice, sino aliciente. Guardo recuerdos fantásticos de él.

Cada verano se producía la misma escena. 10:30/11 de la mañana. Hace sol y calor. Mi abuela da sus últimas instrucciones a mi madre y a mi tía Visi, que se quedarán allí al tanto de la tienda hasta que vuelvan ellos de las vacas. Mi abuelo, mientras, comienza a cabrearse, cada vez más y más, al ver cómo, alrededor del maletero del coche, sobre la acera y el asfalto, a partes iguales, una infinidad de bolsas minúsculas se multiplican cada vez que llego yo; en uno de mis viajes desde el interior de la tienda, cargado de provisiones para la despensa de la casa del pueblo, él no puede resistirlo más y me dice: "¡Pero bueno! ¿Quedan muchas cosas?". "Un par de bolsas más, abuelo", le respondo, sin decirle, claro, que aún queda el saco de patatas, la caja de gaseosa, la caja de vino, las dos o tres bolsas con distintas viandas... Poco a poco, se va exasperando. Esto ya pasa de castaño oscuro. "¡Pero esta mujer! ¿Por qué no meterá las cosas en menos bolsas?". La abuela, desde dentro de la tienda se despide de mi madre y de tía Visi, y hace alguna broma pilla viendo cómo está sulfurando Timoteo entre tanta bolsa de plástico, cajas de leche, vino y gaseosa. Mi primo David y yo nos lo pasamos de fenómenos, porque, todo hay que decirlo, cuando mi abuelo se desespera suele parir genialidades; así somos las personas, cada uno en su salsa: hay quien bajo presión se queda como una tortuga panza arriba, y otros, como mi abuelo, que sacan la vena sobre la frente y dan a luz verdaderas perlas. Aunque se enfadaban, estoy seguro de que los abuelos se lo pasaban en grande y lo disfrutaban realmente, mucho. Y yo, por supuesto, también. Todas y cada una de las vacaciones de verano de mi infancia siempre comenzaron con un mítico "¡Goya (mi abuela se llama Gregoria), por favor! ¡Es que todos los años con la misma canción! Pero, ¡¿por qué no metes en bolsas más grandes las cosas?!" 

Un verano, al llegar a Piedrahita, donde la abuela, generalmente, compraba carne, pescado y alguna que otra delicatessen, resulta que tuvimos que llevar al pueblo a "Nosé Quién" (que, normalmente, en estas lides del destino, suele ser un familiar, un primo lejano, o... el verdadero "Nosé Quién" hijo de "Qué Dirán"). El caso es que mi primo David y yo tuvimos que montar en la parte trasera, en el maletero inmenso. Yo tendría 6 o 7 años y mi primo 9 o 10; fue realmente magnífico recorrer los 8 kilómetros que distan entre Piedrahita y Becedillas; por aquel entonces, a mi primo y a mi nos encantaba la sensación en el estómago cada vez que subíamos y bajábamos en coche pequeños desniveles de golpe, y aquel día tuvimos ración doble, y, la verdad, a pesar de lo intrascendente de todo aquello, lo recuerdo como un día verdaderamente feliz.


En otra ocasión, hicimos una "merienda-cena" en el prado de una tía mía, cercano al pueblo, en una zona conocida en la comarca como "El Maíllo" -no me preguntéis cómo le pusieron tan poco afortunado nombre a un paraje; supongo que es como preguntar "¿qué hacen los USA en el Área 75?", algo totalmente inútil-. Allí aparcó el magnífico carruaje mi abuelo y descargamos con alegría las distintas tarteras de portentosos manjares y comimos sobre la hierba fresca todos, felices, contentos; estoy seguro de que mi abuelo sentía la misma satisfacción aparcando su coche y comiendo allí mismo que la que yo experimentaba cuando, en algún recodo de camino, dejaba mi bici y me sentaba junto a ella en singular compañía y comunión, observando pastar al ganado o, simplemente, contemplando la serranía de Peña Negra y sintiendo una suave brisa en mi cara.

El el 94 llegó el plan renove de Renault y el abuelo Timo decidió comprarse otro buga. Una tarde, después del instituto, mi madre me dijo: "¿vienes con nosotros?". "¿Dónde?", pregunté. "Vamos a dejar el coche viejo y a traernos el nuevo, que ya lo tienen listo". Les acompañé hasta aquel concesionario del extrarradio. La verdad, fue una pena bastante grande dejar aquel coche. Supongo que al viejo también le dolió dejar tan magnífico compañero. Regresamos con un cochazo gris metalizado a cambio de aquel extraordinario cofre blanco con ruedas repleto de recuerdos. ¿Ganamos con el cambio? Creo que sí; al fin y al cabo, los objetos son lo que nosotros vivimos con ellos, son plastilina que nosotros, con los años y las vivencias en su compañía, moldeamos; os lo digo yo, que soy un gran amante de objetos; ¿qué sería de mi, por ejemplo, sin mis libros "personalizados", subrayados, de tapas agrietadas, manoseados, usados, tan llenos de mi como yo de ellos? 

Supongo que este recuerdo se tendrá que quedar en aquel concesionario, junto al R12, para que se hagan compañía mutuamente.






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13 comentarios:

Lorenzo Garrido dijo...

A mí me pasa lo mismo con las radios, su recuerdo es imborrable. Ahora tengo un libro electrónico. Ya no puedo vivir sin él; lo manoseo; lo llevo conmigo a todas partes; para mí es como plastilina donde voy metiendo todas mis lecturas. ¡Qué gran compañero de viaje, el libro electrónico!

Alvaro dijo...

Cierto, ¿qué tienen los objetos que nos sentimos tan inclinados a otorgarles cualidades afectivas? No sé, yo también tengo fetiches de los que desprenderme sería... no sé, un auténtico trauma. ¡Qué estúpida es la raza humana: nos odiamos entre nosotros -que podemos sentirnos- y amamos nuestros objetos -que no pueden sentir nada-!

montse dijo...

Bueno, un objeto es muy difícil que te haga daño, no se puede decir lo mismo de las personas.

Alvaro dijo...

¿Estás segura, Montse? Bueno, si cargases sobre tus hombros una bomba nuclear y, sin quererlo, cosas del destino, tropezaras con una piedrecita, creo que...la última imagen de tu existencia sería un gran hongo de humo, polvo y escombros de mil colores distintos -púrpuras, rosas,... azules, ¡ahhh!¡aquellos púrpuras que encandilaban al viejo Matisse!-; o sea que,... de inofensivos... nada de nada.

montse dijo...

Hombre, yo pensaba en cosas más sencillas y fáciles de llevar. Es un poco difícil que yo encuentre eso y cargue con ello. Pero el ordenador, por ejemplo, no se queja si me pongo la música a todo volumen, no me incomoda intentando hacerme hablar y se queda exactamente igual tanto si lloro como si estoy cruzada ante él. No me intimida, ni me agobia con preguntas....¿sigo?

Alvaro dijo...

Bueno, tal vez, es cierto, la probabilidad de ir cargado con una bomba nuclear es remota; sin embargo, el mismo coche -objeto por excelencia de la entrada-, ¿sería igualmente inofensivo si, de repente, mientras conduces te quedaras con la palanca de cambios en la mano, o tal o cual tornillo del motor saltara? O los utensilios de cocina, las herramientas de carpintería, jardinería, tu mismo ordenador produciendo todos esas emanaciones derivadas del plástico y de sus intestinos de litio... Piénsalo, los objetos no son tan inofensivos.

Lorenzo Garrido dijo...

Es que hemos hecho los objetos demasiado humanos. Se parecen tanto a nosotros que si nosotros somos malos, ellos también.

montse dijo...

Otra antropomorfización!!! Tal vez los objetos reciben nuestras emociones, en positivo o negativo. De todas formas, el último reducto de uno es su propia cabeza. Y ya quisiera yo sacar o arrinconar cosas que no debieran estar ahí.

Alvaro dijo...

Pues yo creo, Joa...ups, quiero decir, Lorenzo, que los objetos se someten a las mismas leyes universales del péndulo, o sea, karma, es decir, todo vuelve, ergo, los objetos también están sometidos al azar -Montse-, y, que una tuerca salte por culpa de un bache en una mala carretera y te salgas de la calzada, no es antropomorfizar un coche, sino, más bien, una casualidad, una "broma cósmica". Si uno camina por el campo y le cae encima un paracaidista, desde luego que la culpa es del sujeto en cuestión; si lo que te cae encima es un pequeño meteorito (o aerolito, made in and human courtesy) o un fragmento escapado a 65000 km/h de un satélite en desguace estelar no habrá agente humano "a antropomorfizar", o sea que... daño te hará, más que ninguna persona; aunque, mirándolo por el lado bueno... tal vez te haga un favor que ningún ser humano te haría: liberarte de una hipoteca a 50 años.

montse dijo...

La vida es una hipoteca, entonces. Te traen aquí y según tu teoría sobre la ley universal tienes que pagar de una forma u otra, ¿es así?

Alvaro dijo...

Más o menos; unas veces, con un poco de suerte logras quedarte para pagarla; otras, con un poco de menos suerte logras quedarte pero llega, entonce, un big bang económico y no podrás pagarla y, seguramente, tendrás que volver a la casa de los padres;o, con un poco de mala suerte, la negra ker te pondrá en órbita, pasarás a algún otro estado de energía y las hipotecas tendrán una importancia relativa.

Lo que quiero decir es que, cierto, otorgamos a los objetos carga emocional pero, no creo que estén exentos de ciertos matices... malévolos (je je je); desde luego, no tienen malicia, pero, a ratos, también nos proporcionan dolor y eso, en una objetiva medida, no deja de ser desagradable en proporción similar.

montse dijo...

Pero el dolor que te pueda causar un objeto es más llevadero que el que te cause una persona, ¿no?

Alvaro dijo...

Bueno,... yo preferiría el dolor de la profundidad del corazón al impacto en mi cabeza de un meteorito, o que una tuerca salte en el motor de mi vehículo y tenga un accidente que me deje como una acelga... No sé, supongo que depende de cada uno. En mi caso particular e intransferible lo creo así. Tal vez me equivoque.

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