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Parques, jardines...y el resto que arda.

Reconozco mi muy poco apego a Madrid. Es algo sabido. Papel mojado. Nada que hacer. Caso perdido. Es cierto que, cuando alguien alaba las bondades de vivir en los madriles -las de siempre: que si las tapas, que si la comida, que si el "todo abierto de lunes a domingo a todas horas", que si el Prado, que si la Plaza Mayor, que si esa costra del Rastro...-, no puedo reprimir pensar en una orbe de frío cemento, nulo criterio de planificación urbanística (prueba de ello es ese pasado proyecto de eliminación de una de las pocas perlas de la ciudad: la arboleda de la mediana del Paseo del Prado, proyectada por Villanueva -que no era un Juvarra o un Schinkel, pero era el único neoclásico medianamente salvable en el panorama arquitectónico neoclásico español-), edificios de oficinas de nueva planta que crecen en mitad de inmuebles siglo XIX como champiñones, asfalto, cagadas de perro, obras y andamiajes, menús turistas, mercadeo chuño y olor a fritanga -¡para luego presumir de dieta mediterránea contra los italianos, como si fuera un competición y quisiéramos vengarnos por haber nacido en una nación con 1500 años menos de historia y restos arqueológicos!-. Sin embargo, a pesar de todo este speech de reprocheo barato y tal, debo decir que he disfrutado de sus jardines, parques y plazas.

Desde que era pequeño siempre me gustó el Retiro. No por los feriantes ni por la fauna que, años después substituyó a aquellos (o sea, la de los pantalones de color violeta, niquis a rayas blanquinegras de cuellos panaderos, y un sinfín de artilugios del rollo medio hippie medio punk medio grounge medio guay medio todo, entre los que destaco los relativos a la percusión como método de tortura). No por los vendedores de seductoras bolsas de pipas y patatas fritas. Más bien porque ir al Retiro era una excursión dentro de la ciudad, como ir al campo pero sin el campo y los engorrosos alambres de espino y pequeñas lindes a base de medias paredes de piedra. También, he de decirlo, me gustaba ese punto de sorpresa que tenía: siempre veías gente rara -y no me refiero a los anteriores, que eran gente normal queriendo parecer raros, o queriendo ser raros, o raramente normales, o qué se yo- o, al menos, diferente a la gente que uno encontraba en el Valle del Kas. Por cierto, al hilo de todo esto: como hijo de la periferia -supongo que no seré el único- siempre me pareció extraña, lejana, chocante la gente del centro de la capital, viejos de bigote franquista pegado al labio superior, mujeres con abrigos de astracán y cejas pintadas (y fragancias empalagosas que tapaban sabiamente cierto tran trán de naftalina), chicos bien haciéndose pasar por chicos no tan bien, pijas que hacían apología de guitarra e improvisación pura como si aquel escenario fuera San Francisco 1969 (y luego más beatas que Sor Juana Inés de la Cruz), o esa fritanga aromática de los bares y restaurantes céntricos que era de un tufillo distinto al del barrio albañil. En el Retiro uno veía todo eso que durante la semana no veía y, claro, era de agradecer.

Otro parque que me gustaba mucho de Madrid era el del Oeste. A veces, algún que otro domingo, mi madre me llevaba allí y, aunque no venía mi primo con nosotros y no podía jugar con niño alguno, la verdad, me lo pasaba bien paseando con ella. Era un lugar realmente tranquilo, sosegado,... con ese silencio típico de los lugares predilectos del régimen. Luego crecí y, cuando la noche cubrió la ciudad, y este druguito vuestro conoció la otra cara, el otro maquillaje de Madrid, y supo de los viejos unodós unodós que hordas de cabezas rapadas practicaban a pardillos como yo, aquella idílica imagen de este lugar cambió... sensiblemente.

Recuerdo también el parque Azorín, donde un Poli Díaz puesto de drencom hasta las trancas pasaba a toda pastilla y nos pedía un puñado de pipas, o un cigarrillo. A mi siempre me pedía un cigarrillo. "Poli, ya te he dicho que no fumo", le decía una y otra vez, y una y otra vez, el púgil se daba un tolchoco en la quijotera como quien decía "¡Es verdad! ¡Nunca me acuerdo!". Era un buen parque; incluso el día en que J.S.R. vomitó después de aquellos 3000 m infernales de cross a los que nos teníamos que someter para pasar el maldito examen de educación física, y la bruna tierra se cubrió de un vómito asqueroso y maloliente. Sin embargo, y a pesar de que cualquier animal urbano de la zona de Diego de León, Goya o la últimamente llamada "milla de oro" hubiera calificado este parque como una apestosa cloaca de drogadictos, maleantes y carteristas, ni a mi, ni a nadie de cuantos he conocido jamás nos pasó nada, ni nos salió al paso el típico cheloveco puesto de picotazos con una camiseta de Helloween con una navaja en una mano y una jeringuilla asquerosa y sidosa en la otra; nada de eso: yo lo recuerdo como un parque donde los viejos jugaban a la petanca, pasaban viejecitas cogidas del brazo de sus hijas o hijos y amas de casa lo atravesaban cargadas de bolsas de sabias compras.

Sin embargo, en Diego de León, hábitat natural del "señorío", del "aplomo" y de otras virtudes virtuales y ficticias -o directamente inventadas- de Madrid, había una plaza donde, si no me equivoco, me birlaron mi primer móvil, un philips que, a pesar de ser un ladrillo, funcionaba de fenómenos; y justo allí, vivía Jaime, un drugo, al que le dejaron tieso, o sea, le robaron cinco mil pelas mientras atravesaba, precisamente ese foro maldito, una pareja de gran señorío y aplomo: una mujer muy elegante, hizo una finta y simuló que tropezaba con él, mientras un tipo de abrigo caqui, americana, pantalones bien planchados y zapatos brillantes, compinchado con ella, se le acercó por detrás y... ¡zas!... demostración práctica de cómo volaba la pasta.

Por último, en nuestro barrio, además del Azorín existían otros parques y yo disfruté mucho, sobre todo, de aquel espacio semi ajardinado que había junto a la tienda de mi abuela, donde los niños soñábamos con ser Michel, Butragueño, Maradona o, en mi caso, Platini, en una ristra de partidillos que jugábamos, unos más y otros, en mi caso, menos; o el parque que partía desde la estación de El Pozo hasta el primer puente de Moratalaz sobre la A3, más conocido como "El Parque de las 7 Tetas", y en él nos divertíamos realmente al llegar la primavera y el buen tiempo, jugando, también, partidos de fútbol míticos, horriblemente intensos, pero, esta vez, con otros grupos de chelovecos del barrio (a los que teníamos identificados perfectamente: los de la parte de abajo, los de la parte de arriba... de Villalobos, claro, que era la esquina de Vallecas donde vivíamos) y, alguna vez que otra, se llegaba a las manos, o, cuanto menos, a alguna caricia, algún insultillo elegantemente escupido o esos detalles de los mejores derbis (tan en boga en un día como hoy). 

Del urbanismo caótico y sin ton ni son de Madrid, ecléctico, lo único que salvo son esos jardines y parques, y el resto... como si fuera una maqueta dispuesta sobre un tablero, lo empujaré todo con un stick hasta una gran papelera virtual -incluido el alcalde y el consejero/a de urbanismo de turno- que les relegará a un agujero negro no tan virtual: el olvido.

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