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Lisboa 1992

1991. Mi madre, en pleno afán por actualizarse y convertirse en una mamá modelo de los 90, se preparó las oposiciones para perito judicial y obtuvo plaza en el palacio de justicia, más conocido como Las Salesas. Sin embargo, la responsabilidad como madre no sólo se reducía a proporcionar al hogar un sueldo bastante bueno, sino también, conseguir para su hijo oportunidades o, como diría Mailer, abonar el camino futuro de éste.

En el verano de 1991 un par de muchachos de mi colegio, con muy buena fortuna y una gran recomendación o enchufe, lograron introducirse en el selecto grupo o asociación o ONG de familias bien, la CISV (Children International Summer Village). Mi madre, que estaba en el consejo escolar logró informarse de las pautas a seguir para poder acudir a lo que se denominaban "meetings", o encuentros de niños de la comunidad de Madrid promovidos por tal asociación. Por lo visto era necesario una media de 8'75 y no haber cumplido 12 años para poder acudir a tales "meetings". Una vez concluída la temporada de "meetings" (aproximadamente a finales de abril o principios de mayo) se sorteaba entre los cientos de muchachos que habían acudido un total de 120 plazas para optar a un "Summer Village" en algún país del mundo que duraría 21 días, con salvajes de otros 12 países. Las reglas las especificaré más adelante, al dorso (¡que no!, es broma).

Una mañana de invierno, no recuerdo el mes, del 91 mi madre me dijo: "Este fin de semana irás a un campamento con chicos de otros colegios de Madrid". Yo dije: "Vale". Y así, frente al ministerio del aire, en Moncloa el viernes por la tarde mi madre me llevó ante aquel moderno autocar. No quiero extenderme demasiado pero, al final, resultó ser que la mayoría de los muchachos de allí pertenecían a un colegio hiper-mega-pijo de Majadahonda, y, me di cuenta de cómo los nombres Gonzalo, Enrique, Gustavo, Luis o Martín eran cosa de ricos.

Reconozco que, durante las primeras tres horas en compañía de aquellos clones de David Niven, vestidos con uniforme, pelo con la raya a un lado y hablando una jerga totalmente ajena, odié profunda e intensamente a mi madre, por querer eso para mi. Pero hice un esfuerzo; me contaban chistes, o historias de terror, o me decían que cuando estuvieron en Shangai o Londres u Oslo con papá Ernesto o papá Fulano-pero-inevitablemente-rico habían comprado tal o cual chocolate, tal o cual reloj de marca, etcétera. Yo sonreía. No podía reír -porque, en realidad, estaba pensando en algún tipo de holocausto generalizado-, pero sonreía, y a ellos les bastaba.
Mi plan fue no dar demasiado la nota. De hecho, creo que sólo hablé ese fin de semana para decir "hola", "hasta luego", o, en un alarde de simpatía, un frío "¿cómo estás?".

Mi buena fortuna hizo que un tal Gonzalo -pelirrojo y con la misma cara que Gabino Diego- que era imbécil, me tuviera en cierta estima, y me comentó que él llevaba yendo a estos fines de semana organizados por  la CISV unos cuatro o cinco años, y que le encantaban porque los chicos y las chicas bailaban, cantaban, se contaban historias de terror, etcétera. Tan buena fortuna tuve que, la segunda nochecita me sacaron en un corrillo para que contase una historia de terror y, como no sabía ninguna de sociópatas en bosques con hachas sangrientas y tal, no se me ocurrió otra cosa que contar la historia de Anastasio, un famoso delicuente drogadicto del barrio, casi tan mítico como Poli Díaz, pero sin el encanto de éste último a la hora de emplear la violencia, su paso por el penal de Alcalá Meco, su famoso atraco en Moratalaz del 87, y, más cercanamente, los extraños sucesos que desembocaron en una siestecilla debajo de los balcones de mi bloque, hacía un año. Se quedaron boquiabiertos, claro. En su mundo de Jackie y John Kennedy, de fines de semana en París, o en los Alpes, no tenían ni idea del otro lado de la ciudad de Madrid, ¡ni siquiera sabían qué tipo de barriadas marginales existían en un Madrid en plena expansión urbanística! Desde luego, ahora, con los años, lo entiendo y les justifico; es más, por su bien, me alegro de que no pasaran un minuto de sus vidas en un barrio como el mío, no porque fuera el infierno -que no lo era- sino porque, según mi opinión, con  aquellos ademanes hubieran recibido la del pulpo en cualquier esquina.

El caso es que tuve que acudir a otros tres o cuatro meetings como ese, hasta que llegó el sorteo. Finalmente, no me tocó ir a ningún sitio. Os puedo asegurar que lancé un grito de alegría al saberlo, pero mi madre movió ficha y, según las bases del sorteo, los que quedamos fuera aún podíamos solicitar las suplencias, es decir, si alguno de los niños seleccionados no pudiera ir por cualquier motivo, ahí entraríamos los suplentes.

Sí, habéis acertado. El chaval que tenía que ir a un campamento o village a Lisboa se puso malísimo por un rollo de alimentación, no lo recuerdo. El caso es que, recuerdo aquel día perfectamente: yo estaba ayudando a meter las barras de pan (siempre ayudaba a mi abuelo) en la tienda, felíz, disfrutando al ayudar a mis abuelos, cuando sonó el teléfono; mi abuela entró a la trastienda, y, después de unos segundos salió diciendo: "¡Hijo! Que te han dejado la plaza libre!". Yo creo que jamás sentí en el resto de mis días tan de cerca lo caprichoso del carácter de la vida.

Bueno, la situación había cambiado. Tuve que quedar un par de días con los otros niños de la delegación española que iría al Village de Lisboa. Eran Laura, Daniel y Sara. A Laura la conocía: iba a mi colegio, era lista, inteligente, despierta, alegre y con un carácter fuerte; Daniel era el típico hijo de rico que lo primero que te decía era poco más o menos que su padre era JR y que no te pasaras ni un pelo con él porque podría comprarte a ti y a toda tu familia de fucking workers vallecanos; Sara era un amor: también era hija de gente bien, pero tenía un carácter increíblemente dulce, y una mirada soñadora que no volvería a ver en nadie hasta que conocí a Florentino Aramburu, esos ojos que sólo la llama lánguida y triste del arte puede otorgar a alguien.

El village comenzó en Julio y, la verdad, aquí, entre nosotros... me gustó mucho. Lo disfruté intensamente; hice amigos de Corea del Sur, de Israel, de Austria, de Alemania, Portugal, Senegal, Japón, Noruega, Inglaterra, USA...  Estábamos en unas antiguas instalaciones cercanas al aeropuerto de Lisboa. La verdad es que el paso de los aviones hacía temblar las paredes, y los días pasaron volando entre actividades, excursiones, juegos e intercambios culturales.

Tanto lo disfruté que, del último día de village, mi único recuerdo es un aeropuerto de Lisboa lleno de niños llorando a grito pelado. Fue un día triste, aunque, ahora, con el paso del tiempo, no puedo reprimir una pequeña carcajada al recordar aquel caos.

Bueno, ahora que la vida ha pasado, no ya página, sino libros, es hora de coger todas esas fotos de papel mate, junto a algunos objetos: la cinta roja que me regaló Suzanna, la junior que vino de la República Checa (me enamoré de ella, como era de esperar de mí y ella se enamoró del jai muscular y neumático portugués de turno, también como era de esperar), el libreto de canciones de CISV que cada noche, después de un par de actividades y de la cena cantábamos junto a los barracones del campamento, la pulsera de Luiza Lazarovici (ideal de la belleza aria), el gran diseño de mi compañero fiel y devoto en el camping, David Svoboda, meterlos en una caja de metal con la etiqueta "Lisbon Summer International Village 1992 CISV", y enterrarlos en algún jardín tranquilo o descampado cercano al aeropuerto de Lisboa y, con la esperanza de que ningún perro o animal de compañía orine en el lugar marcado con una X atemporal.

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