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Segóbriga, el primer beso y una profesora ebria

Salimos a las 9 horas de un soleado día de Febrero en dirección a Cuenca. Toda la clase estaba impaciente por dejar, aunque sólo fuera por unas horas, el claustrofóbico instituto. Yo tenía 15 años. Un par de días antes había ido a cortarme el pelo a la peluquería de Matías -un genio que, de haber nacido en los USA, hubiera tenido su negocio lleno de gangsters y viejos hablando todo el día sobre Rocky Marciano y Joe Louis-. Corte de pelo a la alemana. Mi abuela me había preparado un par de bocadillos, y mi abuelo, como no podía ser de otra forma, me había advertido "pórtate bien". Y me porté bien. 

El caso es que el bus partió desde aquella encrucijada del Valle del Kas a eso de las 9. Pronto, y gracias a las magníficas infraestructuras, nos vimos sobre ruedas en mitad de ninguna parte, que es exactamente lo que media entre Madrid y Tarancón. No es que Tarancón fuera una metrópolis; tampoco lo es hoy;  pero, entre tanta montaña árida y desierta, campos de cereales y pequeños pueblajos, llegar a aquel lugar era como para Neil Armstrong llegar a la civilización después de pisar la luna. 

Ya en el bus el ambiente era de fenómenos. Los drugos intentaban camelarse a las jais y viceversa. Yo estaba sentado junto a un fumeta que no paraba de hablarme del batería de los Iron Butterfly. Me parecía un coñazo. Así se lo hice saber. Se enfadó, se puso su walkman Sony a todo trapo con lo ultimísimo de Smashing Pumpkins y me dejó a mi bola. Detrás de mi estaba Marta. ¡Ah, Marta! ¡La alegría de aquel segundo de BUP en baja forma y sudoroso! Morena, pómulos alzados, pelo excepcional, brillante, bien cuidado, ojos ligeramente rasgados, labios carnosos, piel blanca, cuerpo de infarto; en fin, un sueño para un adolescente ciego, soñador y hormonal. 

Os confieso algo: tenía todo planeado. No era la primera vez que iba a Segóbriga. Ya había estado en aquellas desastrosas ruinas con mi clase, durante la E.G.B. Sabía qué había aquí, un poco más allá e, incluso, más allá de la obscena colina sobre la que reposaba el anfiteatro (¿cómo alguien podría llamar realmente a aquello "anfiteatro"? ¡¡Pero si parecía un corral de gallinas!! En fin, la arqueología española que nos mataba de risa...). El caso es que me acercaría a ella antes de las dos representaciones a las que debíamos asistir (una obrita de Eurípides y otra de Sófocles; ¡toma del frasco, Carrasco! ¿¡Quién sería la mente privilegiada que proyectó dos obras de clásicos griegos en una ciudad del Imperio Romano!? ¿¡Por qué no recitamos las Coplas de Jorge Manrique en un templo griego!?) y le diría todo, y después de decirle todo, la besaría. Tal era mi resolución.

Pero claro, eso era un simple plan; eso era el mapa de Hitler con mil banderitas alemanas distribuidas por todo el planeta; luego llegaría la realidad, que normalmente, para los que no estéis muy puestos en sus caprichos, suele dejarnos a dos velas y con tres pares de narices, y me dejó como una de esas piedras milenarias tiradas, esparcidas por aquel campo que parecía todo menos un yacimiento.

Cuando llegamos, Conchita, la profesora de latín, cincuenta y tantos, bajita y yeyé, se había quedado frita en el asiento individual que ocupó en el lado opuesto al conductor. Fue Dorado -otro fumeta- quien decidió romper el hielo, subir al autobús y avisarla. Se desperezó, dijo su típico "Dorado, ¡ya está bien! ¡Tu cero ya lo tienes!" y bajó. Caminó un poco mareada hasta que llegamos al Teatro y, una vez allí, y con la excusa de querer ver los vomitorios del mismo, penetró como una lengua de agua en una de las pequeñas galerías que había debajo de las gradas y le pegó un tiento a su petaca con funda de piel envejecida. Anís, por supuesto. Luego volvió, pellizcándose los pómulos, y nos dijo que no había visto nada; pero Sergio -un amigo del instituto- y yo habíamos sido testigos de aquel "IN VINO VERITAS" espontáneo, visceral, beatnik y taumatúrgico. 


Allí, realmente, comenzó la tragedia griega, a la que honraron con sus soporíferas obras gente como Esquilo, Sófocles o Eurípides, y, alguna que otra comedia postmoderna de Aristófanes. 


Lo que sucedió después fue algo que quedaría para siempre escrito con letras de oro en las aventuras y desventuras de la villa de Segóbriga. Los drugos bien provistos de alcohol se entregaron a las mezclas habituales de aquellos saraos. Las chelovecas fabulosamente bien maquilladas se sentaban en corros riendo, bebiendo e intentando disimular sus ardientes deseos. 


Sergio y yo nos hicimos cargo de Conchita, la profe de latín. No es que no pudiera valerse sola, sencillamente, y tras confundir un arbusto con un actor haciendo sus necesidades, no podía ni con su vida. De tal manera que asistimos a una pésima, horrible, deleznable representación de Sófocles, "Edipo Rey", donde actores mal pagados declamaban con tales aspavientos que hasta los cuervajos que daban nombre al río que circundaba el lugar, decidieron que había llegado el momento para una migración masiva a otras latitudes más comprensivas, menos contaminadas de teatro malo y actorzuchos snobs.


Casi al término de tan vergonzosa representación, una mano tocó mi hombro. Era Marta. Me dijo algo como "acompáñame". La seguí. Ella cogió mi mano y mientras caminábamos y mi plan se desviaba un poco -aunque no en sustancia- me dijo "¿me acompañas al río? Quiero coger un par de piedras para mi madre" (luego me enteré de que su madre la había palmado un año antes). Desde luego acepté; incluso si me hubiera dicho "acompáñame que van a lanzar sobre nuestras cabezas veinte toneladas de napalm" la hubiera seguido. 


Allí zigzagueamos entre los corrillos de alumnos que pasaban de Sófocles, de Eurípides y la madre que los parió. Y, al cabo de un par de minutos, ya estábamos descendiendo aquella colina de matorrales bajos. Ella se acercó a la orilla, sumergió sus blancas manos en el agua limpia y helada, y extrajo un par de cantos lavados de río; volvió su rostro sonriente hacia mí; las sombras intermitentes de las hojas sueltas de los álamos dibujaban sobre su cara caprichosas formas. Se acercó, me acerqué y, como dijo Cortázar, "jugamos a los cíclopes", acercándonos, más y más, y descubriéndonos por primera vez. Es curioso, fue mi primer beso y de lo que más me acuerdo es de mis dedos hundiéndose entre sus cabellos. Luego nos separamos y mi cara era la misma que, años más tarde, se me quedó cuando un conductor suicida nos echó a Tomás -un amigo de la facultad- y a mí a la cuneta de una negra, negrísima carretera comarcal de Segovia. Al ver mi rostro de "¡Dios mío, lo he hecho!", ella sonrió de nuevo. Le dije "me gustas", y ella repitió "te gusto, ¿eh?", con aire travieso. El viento silbó, la bandada de cuervos pasó al otro lado de la montaña y ya sólo quedaba entre ella y yo el palpitar de mi corazón y las gotas de agua helada cayendo de sus manos sobre la hierba. "Tú también me gustas; pero tengo novio". Creo que, en ese momento, un cuervo despistado, alejado de la migración masiva, se estampó de lleno con alguna roca, y Conchita, en alguna afloración alcohólica de las suyas, junto a Sergio, eructó; incluso algún Jim Morrison improvisado salió pitando a los matorrales para vomitar, sincronicidad; todo, en un segundo, se volvió más negro que el metálico plumaje de esos cuervos. Ahí tuve mi dosis de tragedia griega.


Regresamos, ella contenta por sus piedras, yo con mi particular piedra metafísica incrustada hasta las entrañas, y, ¿por qué no decirlo?, con mi primer batacazo amoroso en la mochila. Ella me miró con rostro de conmiseración cuando llegó hasta su corrillo de amigas, yo, sinceramente, no hice ni puñetero caso, caminé como un autómata hasta Sergio y Conchita.


- ¿Alguna novedad? -preguntó mi pequeño amigo.
- No. Nada. ¿Y por aquí?
- Bueno -y orientando su rostro hacia Conchita-, está que no se tiene. ¡Y aún queda la obra de Eurípides!


Conchita eructó. En mi honor. Y creo que fue un "clic" interior, un "clic" que me hizo pensar, no en el vapor de anís que quedaba en el aire flotando alrededor de la permanente de Conchita, sino en que, a pesar de las variantes, a pesar de que los planes, casi siempre, se vienen abajo, siempre hay un ancla, una constante. 


Efectivamente, Marta pasó a tercero de BUP, a otra clase, y yo me enamoré al año siguiente de otra. Y dos años después de aquello de Segóbriga, Marta ya era un recuerdo lejano mientras que Conchita seguía en mi vida con aquellos exámenes de locos en los que, para tranquilizar al personal, nos decía su típico: "No os preocupéis: vuestro cero ya lo tenéis; a partir de ahí..."


Bien, es hora de coger esa piedra metafísica que me dejó Marta, meterla en una mochila, junto a las piedras que recogió en el Río Cuervos, a la petaca de Conchita, a dos libros -uno rojo y otro verde- con las obras de Sófocles y Eurípides que tuvimos el dolor de ver, y a los dos bocadillos que me preparó mi abuela y que no me comí y lanzarla muy lejos, desde lo alto de aquella ligera colina a las entrañas del Río Cuervos.



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