La infancia es difícil mientras se vive. Luego, cuando han pasado los años, uno se da cuenta de cuán sencillas eran todas las cosas del mundo cuando se tienen seis o siete años: para cada asunto parece haber una razón y una solución, como si fuera simplemente cuestión de apretar un estúpido botón. Más tarde las cosas se salen de madre y llegan, como si fueran trenes disparadísimos, la burocracia, la matriculación en la uni, el carnet de conducir y las clases infumables, los trámites para traspasar el expediente académico de aquí para allá, formularios, oficinas, E-117, impreso C3, tasas, impuestos, renovaciones,... el siempre cómico y cíclico período de la declaración de la renta, censos, elecciones, primer trabajo, emisión de billetes, tramitación de incidencias, cigarrillo a las 10, desayunos a las 12, horarios, CAOS.
Pero esto no va del asquito de mundo post-moderno que nos toca vivir a diario. Esto va de un fantasma. En la casa vieja. Yo tendría seis años cuando lo vi por primera vez; dormía; soñaba. Estaba justo al lado de la puerta de la calle. Ante mi un corredor de unos cinco metros de largo por uno y medio de ancho; la hora del día -en la que se desarrollaba el sueño- era la tarde, la tarde invernal que sumía de oscuridad toda la casa; la puerta del salón, al fondo de ese corredor estaba abierta, y mi mirada se clavaba en la profunda negrura de la estancia capital de la casa; de repente, salida como por combustión espontánea, la figura de una mujer delgadísima, alta, de brazos huesudos, unos 30 años, de tez muy blanca y ojos negros -depredadores-, pelo negro y largo, vestido negro y largo, ceñido, salía de esa madriguera de tinieblas y se disponía a cruzar el umbral de la puerta del comedor en mi dirección, como si flotara a una velocidad aparentemente lenta, pero frenéticamente veloz; mi respuesta era inmediata: a mi derecha estaba la puerta con cuarterones de cristal que daba a la salita de estar, entraba disparado y cerraba fuerte fuerte. Me despertaba con el corazón saliéndose del pecho, hasta que me calmaba y volvía a respirar tranquilamente.
Soñé cada noche con este fantasma durante más de un año; y cuando me quedaba solo en casa -mis abuelos tenían la tienda y mi madre, por aquella época, aún era agente judicial y llegaba sobre las 19'30 /20 horas- me encerraba en la sala de estar sin salir durante las horas que hiciera falta. Un día, sin más, dejé de soñar con ella; dejé de sentirme pasto de depredación; eso sí, el sueño de despedida fue memorable: estaba soñando alguna trivialidad, en paz, cuando, de repente, sentí un grandísimo peso sobre mi pecho, no podía respirar, y, poco a poco, haciéndose más nítida una voz real, como si me susurraran al oído, me decía "Ya estoy en Madrid", abrí los ojos inmediatamente y no podía hablar, incluso intenté tocar a mi madre, que dormía en la cama de al lado y no pude.
Hoy he recordado aquel horrible fantasma que se quedó con mis horas de sueño y reposo durante algo más de un año; año en que fui como un zombi al colegio cada día y he decidido meterle en algún tipo de frasco hermético, en alguna cápsula freudiana de material irrompible y atemporal que llegue al final de los tiempos para que, algún ser del futuro lo encuentre y se quede con él; a mi ya no me hace ninguna falta.
2 comentarios:
¿De ahí ese miedo irracional a cruzar el pasillo?, ¿cómo nunca me comentaste nada?
¡Exacto! Además, la casa era extraña: durante el día era de lo más acogedora. Por la noche, el pasillo y el salón quedaban sumidos en unas tinieblas muy desasosegantes.
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