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Noches no tan blancas...

Cuando uno tiene trece años y vive en los nacientes 90 -que es como vivir en un apéndice de los 80- espera con ansia su turno para conquistar el paraíso de los weekends y los garitos más IN de la ciudad. Evidentemente os ahorraré la espera infumable y, desde ya, os diré que la decepción existió, pero no en el sentido que pensaréis en este mismo instante: la noche no era tan maravillosa como la pintaban, ni tan mágica -¿cómo puede existir la magia en un ámbito en el que ejércitos de asilvestrados acampaban en una plaza para beber, intercambiarse salivas e inundar barrios enteros con olor de orina y vómito? Si eso es magia... David Copperfield es un pringao como la copa de un pino, porque ni acampa en un plató, ni intercambia saliva delante del público, ni orina, ni, desgraciadamente, vomita-. 

Recuerdo mi pubertad como el período en el que se puso en marcha una campaña por la reivindicación de "una nueva noche" madrileña, una noche no tan mala como la pintaban aquellos sujetos ochenteros con camisetas de Iron Maiden, Sex Pistols, The Buzzcocks, o Alaska (Olvido, para los amigos... del Dark Hole donde solía poblar una esquina del local con ese intento de novio y que luego fue substituido por el que, entonces, era un intento de hombre, y que acabó siendo su marido); recuerdo cómo la televisión estaba plagada de programas tipo "El Diario de Choni", donde travestis, gogós, ciberpunks, algún que otro empleado del Strong (un local de sadomaso y bondage madrileño), hablaban en términos tales como "la noche me fascina", "yo soy un animal nocturno", "la noche es para vivirla", y, por supuesto, los que querían dárselas de durísimos -¿durísimos? ¿he dicho yo eso? ¡Eh, un momento! ¿¡Pero cómo un tío vestido de Isabel Pantoja que trabaja en un local nocturno a escondidas de su mujer y sus tres hijos podía considerarse "durísimo"!? ¡Álvaro, por favor!- solían sentenciar: "la noche es muy dura", y añadían un clásico "¿sabes?" para que el interlocutor de turno asintiera con su cabeza amelonada y reforzara tal aseveración. 

Yo conocí, desde luego, una noche muy distinta a la de toda esa fauna. Ni mejor ni peor; distinta. Otro pelaje, otra jungla. Quizá la noche que yo conocí fue un poco light -en un 90%- salpicada, de vez en cuando, con algún que otro granito de sal que aderezaba sabiamente esa tranquilidad, esa calma. Mis noches fueron recodos, camastros donde descansar del estrés universitario; mis noches no fueron esa estúpida entrada y salida a locales abarrotados de jais y chelovecos con ropa de domingo y olor a 43 con coca-cola; busqué, busqué, busqué y encontré. Encontré una cueva donde poder sentarme, fumar mis pitillitos a gusto, escuchar el viejo viejo viejo pero vanguardista postpunk, cool, más cool que toda esa mierda que pinchaban en otros garitos como músicas de vanguardia y paridas del género, charlar con otros convalecientes del estrés, de la insípida vida de la gran ciudad Mierdid, de cemento, asfalto y cuatro piedras antiguas como patrimonio "antiquísimo". Allí moraban bestias que eran de lo más joroschó del panorama cultural y académico español.  La lástima fue que lo cerraran. 

Paralelamente, y como uno también tenía que atender compromisos con amigos no ligados al rollo Manchester 1976, tenía que sumarme, una vez cada dos o tres meses (más o menos)  al asalto de pubs funestos de Huertas -repletos de testosterona erasmus y machos alfa ibéricos con las garras preparadas para el asalto y derribo-, de Alonso Martínez -donde el olor a alcohol, colonia barata y ropajes de domingo campaban a sus anchas obligando a un servidorcito a detestar, un poco más, la estúpida condición humana y su primitivo, obsceno y repugnante ceremonial de cortejo-, y, por supuesto, Malasaña -donde las tiparracas con pantalones de color fucsia y camisetas panaderas a rayas venecianas, piercings y cortes de pelo de infarto (tipo Eddie Manostijeras), de esas que, sin abrir un puñetero libro en su vida, obligan al prójimo a escuchar sus sermones sobre una Palestina libre, la paz del mundo, la lucha obrera, y un largo etcétera infumable, hacían "las delicias" del respetable con sus habilidades extraordinarias con esa serie de artilugios para gente super mega hiper comprometida y antisistema; yo me ruborizaba, y quería salir de allí con tanta intensidad como Stevie McQueen de aquel campo de concentración nazi en "La gran evasión". Lugares de baja calidad, amigos, que este druguito tuvo que visitar para poder valorar con más y mayor deleite su rincón favorito de la caverna donde The Teardrops Explodes sonaban a triste canción de despertar adolescente con su "Brave Boys Keep Their Promises" o The Ramones querían seguir sedados a base de lo que fuera. Quizá sea, finalmente, cierta esa teoría de la territorialidad que emplean los biólogos y zoólogos para explicar el fenómeno de la predilección de las especies animales -desde los tiburones blancos hasta los grizzlies- por determinados hábitats; quizá sea cierto que yo me sentía a gusto, tranquilo, sosegado en esa caverna y el resto de la juventud "sana" madrileña optaba por sabias formas de diversión en lugares anteriormente citados. 

Sin embargo, no siempre reposaba en mi delicioso escondrijo, y, en las raras veces que lo abandoné, sucedieron esas cosas, esas motas de polvo que hicieron que las noches no fueran tan blancas como las pintaban. Algunos ejemplos.

Una noche aciaga. 1998. Un tipo de la facultad nos invitó a Javi y a mí al concierto de unos amigos suyos, artistazos, que hacían death metal al viejo estilo, o sea, como quien degüella una vaca o asalta con una sierra mecánica a un grupo de turistas japoneses. El grupo se llamaba algo así como "Wormed" y el local estaba donde J.C. perdió las sandalias, que en Madrid sólo pueden ser tres sitios: Pitis, Aluche o Carabanchel. Fue Aluche. Llegar no fue complicado, lo complicado fue largarse de aquel maldito barrio a las 2 de la mañana; ni un búho, ni un metro, ni un taxi... ni un burro,... nada; algo como cuando Armstrong pisó la luna por primera vez; ni un ruido, ni un arbusto, ni el viento, ni gritos, ni disparos, ni borrachos, nada. Sólo Javi y yo, y yo y Javi, y el sonido del tloc, tloc de nuestro calzado sobre la acera fría y solitaria. Parecía una zona desmilitarizada de alguna ciudad del antiguo tinglado soviético. Finalmente encontramos una parada de bus, después de caminar durante algo menos de una hora y media. De allí a Cibeles y de Cibeles a casa. Javi, supongo, intuyo, puedo imaginar que tomó el búho desde Cibeles hasta Moncloa, entraría para saludar al personal en el Orion y se tomaría un par de chupitos con Kaiser y Miguel en La Hermandad y desde ahí, con suerte, cogería el interurbano hasta el Pardo; si no, a pie, como tantas noches.

En otra ocasión, salimos varios amigos del entonces ya lejano instituto y decidimos ir primero a Tribunal y luego movernos por la zona de Malasaña y Hortaleza. Al final acabamos en un local que no recuerdo de la calle Farmacia. Allí tuvimos el dolor de toparnos con Jacobo S.R., aquella croqueta humana que hizo de dj en nuestro viaje a Italia y que os relaté en un audio deleznable. Recuerdo que el grupo lo conformábamos Pedro, Josué, David, Javi y José Luis B.; nos tomamos una copa y nada interesante en el panorama local; así que decidimos tomarnos otra y largarnos; me acerqué a la barra junto a David para pedir por mi y por todos mis compañeros y se me acercó una chica pequeña, pero muy mona y vivaz; me dijo algo así como "Hola, soy...", lo típico, pero atípico -era la primera vez que una chica se me acercaba antes de que yo me acercara a ella-; entablamos una conversación interesante, de hecho, creo que estábamos a punto de intercambiarnos nuestros números de teléfono cuando David tuvo la mala suerte de conocer a la amiga de mi interlocutora; aquello resultó fatal, porque la jai en cuestión era realmente desagradable, fea, borde, estúpida, snob, y habitante de otro plano de la realidad, además de hacer alarde de un acné feroz; fue sólo cuestión de un minuto hasta que ella se acercó a mi pequeña "nueva conocida" y le espetó un "¡vámonos! Estos tíos son unos gilipollas"; yo miré abriendo los ojos como huevos cocidos y arqueando las cejas, a lo que respondió "Tu amigo es un imbécil total, ¿sabes?"; intenté quitar hierro al asunto con el típico "Pasad de él que va un poco cargadillo, pero no es mal tío"; sin embargo, David, en su línea genialoide apoyó su barbilla sobre mi hombro derecho y me preguntó casi gritando "¿Qué es lo que tiene que decir Afrodita?"; creo que la respuesta fue la espalda de la pequeña ninfa y de la estirada "Afrodita". Volvimos con las copas al grupo y les contamos lo que había sucedido y todos se tiraron de cabeza sobre David. Al rato, no sé de dónde ni cómo, regresó la chica que me había entrado y me dio una nota con su teléfono; a la semana siguiente quedamos en el Phobia, nos enrollamos, y nos olvidamos y allí quedó un enorme RIP en honor a la noche en que conocimos a "Afrodita".

Mítica fue la noche en que Faby -una antigua que vino a visitarme a Madrid a los pocos meses de dejarme- fue con Javi, con Tomás, con Fernando, ¿Clara? -no lo sé; el recuerdo de Clara es siempre borroso- y conmigo al que se las prometía como digno sucesor del Dark Hole, el 666. Llegamos pronto al antro, y elegimos nuestro lugar: al fondo, a la derecha de la barra, atravesando la pista de baile, en la penumbra. Yo pasé de Faby en colores y me puse enseguida a charlar con Fernando y Tomás; Javi protestó porque le habían puesto un cubata con pepsi (¡con lo que él odiaba la pepsi!) y se acercó a la barra para que le devolvieran los 5€ que le había costado la copa; Olga, la camarera, le dijo que si quería le ponía otra, porque era la copa que incluía la entrada. Mientras todo sucedía y Faby se aburría como una ostra y como era de esperar y como habíamos planeado que sucediera, en el local había entrado Óscar, un amigo mío con rostro robado a David Beckham, rapado, estética sadomaso, cuadrado como un tanque, camiseta semitrasparente negra que dejaba entrever sus pectorales, sus abdominales trabajadísimos y un tatuaje yakuza que empezaba en el ombligo, trepaba por su pecho y se extendía como una plaga por su espalda gigante; junto a él, su novia, también de estética sado, un tren de jai, corte de pelo manga-bondage, con flequillo perfectamente recortado y coletitas muy pero que muy sugerentes... También entraron simultáneamente un grupo de gilipollas de los que acostumbraban a ir a la sala Sol, o a toda esa amalgama de locales de Alonso Martínez; eran cinco, recién salidos de algún hospital para gente con dos o más tipos de retrasos mentales -¡como mínimo!- y, cuando Óscar fue al baño, uno de ellos se acercó a su novia y comenzó a meterse con ella, a decirle guarradas, mientras sus amiguetes patéticos reían de forma caballuna, y, al final, coronó su penosa conducta tirando de una de las coletas a aquella amazona. Óscar regresó; ella lloraba; uno de aquellos insectos inmundos quiso encararse con él y, cuando hizo el ademán de "aquí me tienes" le llovió un puñetazo de hormigón armado en plena frente que hizo que se desplomara como un saco de cemento; recuerdo que estaba sonando "Alice", de Sisters of Mercy, y el impacto de aquellos nudillos sobre aquella azotea de neardenthal produjo un sonido que superó con creces la música, un "¡PLOC!" mítico, sideral, universal, un "¡PLOC!" que sonó a justicia total, un "¡PLOC!" que tenía mucho de directo cruzado a lo Jack LaMotta y que dejó a aquel payaso como una cucaracha panza arriba, inmóvil, sobre el suelo. Los amiguetes salieron corriendo y dejaron a atrás a la baja de guerra; cobardes de mierda. Edu, entonces, decidió calmar los ánimos pinchando el mítico "Up Down the Escalator" de los fabulosos The Chameleons, que otorgaron un perdón y absolución total a todos los que estábamos allí, incluido al nuevo habitante del "más acá" que poco a poco recobraba el sentido a base de hielo en la frente y copazos de coñac que la siempre piadosa Olga le sirvió así, por la patilla. 

Otras noches, otros ejemplos... en otro post de continuación. De momento, metamos todo esto en una bolsa de plástico de cierre hermético en la que, previamente, hayamos vertido una importante cantidad de salsa de tomate, harina, un poco de confeti y alguna que otra clara de huevo; regresemos en una máquina del tiempo a 1994; entremos al plató de televisión donde una presentadora ambiciosa y hambrienta de calor popular llamada ... errrr... Choni, está presentando un programa monográfico sobre la noche madrileña; situémonos detrás de ese tío travestido de Pantoja que dice que "la noche es dura, ¿sabes?", de ese ciberpunk durísimo, y de esa gogó de silicona, y a la de tres... hagamos explotar esa magnífica mezcla sobre ellos en un apoteósico final digno de cualquier espectáculo circense al uso. 



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