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Luciérnagas

No creo haber echado de menos nunca a nadie de mi infancia. Es extraño. Normalmente uno va por los caminos de la vida y, casi siempre, añora todo lo que conoció cuando era niño. Yo he echado en falta sucesos, calles, objetos, liturgias, pero, excepto un par de excepciones, nunca he mirado hacia atrás y me he dicho "¡Cuánto me gustaría volver a ver a Fulano o a Mengano!". Más allá de parecer insensible, creo que es bueno reconocer que, de mi infancia lo único que puedo extraer de las venas sentimentales puede que sean cosas sueltas (mi primer balón de fútbol, mi gasolinera a escala de Playmobil, mi primera bicicleta, las luciérnagas que había en el puente del pueblo de mis abuelos...) y, a lo sumo cinco o seis personas, todas ellas familiares, a excepción de una, MCGV (sus iniciales serán su nombre), creo que la primera chica de la que me enamoré -y de la que tuve que olvidarme, claro-. 

Objetos y pocas personas. Luciérnagas y MCGV. Las luciérnagas eran la seguridad en las noches de verano, eran como una inmensa sopa de sueños que se iluminaban entre los zarzales y las cunetas del asfalto comarcal. Recuerdo que, después de cenar, en los días interminables de verano, iba con mi primo David -quizá veinte o treinta pasos por detrás, para no avergonzarle delante de las jais y de los demás chelovecos fortachones del pueblo- y, a veces, me gustaba sentarme en algunos prismas rectangulares de granito, que delimitaban la calzada y el ancho del puente, y observar esa intermitencia de luces, ese contar estrellas a medio metro del suelo -algo parecido a cuando viví en Udine, en el Friûl italiano, donde la grappa Maschio te dejaba seco y las estrellas y el cielo parecían estar a medio metro del suelo, donde me reencontré con las luces mínimas de la entomología-. Un verano sólo era verano si había luciérnagas. 

MCGV se sentaba en el colegio a mi lado. A veces me pedía el borrador, o el bolígrafo rojo, o me preguntaba qué tal el examen de Historia o de Ciencias Naturales, etcétera, y yo le contestaba con un ridículo monosílabo y con un obsceno rubor absoluto. La verdad es que siempre fue gentil conmigo, pocas veces se enfadaba y era muy inteligente; se ofrecía a ayudarme con las mates y con soci. Sin embargo, meses antes de terminar el colegio le pregunté a qué instituto iría y me respondió que al mismo al que iría J. J. M. el típico jai que las embelesaba. Me quedé frito. Lo reconozco. Aquello fue lo más parecido a terminar de pagar una hipoteca y palmarla al día siguiente. Allí terminó algo, un ciclo, un período, no sé. Algo.

Ambas, las luciérnagas y MCGV,  un verano dejaron de estar, de existir para mi. Se largaron. Nos dejaron clavados al suelo. La verdad es que, con 14 años recién cumplidos, el verano y el pueblo dejaron de significar lo mismo para mi. Mi primo ya comenzaba a salir por Piedrahita con los bravos drugos del lugar y yo, a aburrirme en la soledad de un salón con películas malas estivales, o a pasear de noche por esa pobre amalgama de casas de piedra, calles semiasfaltadas y mal iluminadas. Hoy, 16 años después, creo que empecé a darme cuenta de que siempre sería un disidente, un individualista capullo y contracultural, y, lo más importante, que no volvería a ver ni a MCGV ni a ninguna otra luciérnaga en aquellos parajes de Ávila. Sin embargo, la vida, como dice el Rav'Ashlag, tiene siempre una segunda parte, o, al menos, una prórroga: años después, vi a MCGV en el metro de Madrid, en mi mismo andén, a tan sólo 10 pasos de mi; no le dije ni media palabra, no era la misma, ni yo el mismo; todo era distinto. También, en otra prórroga, o quizá en la misma, en Udine volví a ver, 10 años después, otra luciérnaga; fue una noche de primavera, con cielo claro, sin los nubarrones típicos que bajaban de los Alpes cercanos, y a los veinte minutos de ver la primera, pude ver cómo todo el césped y el árbol a los que daba nuestra terraza, eran presa de un mar de luces mínimas, entomológicas, míticas. 

No quiero echar tierra encima de estas cosas. Solamente hacer borrón y cuenta nueva; desechar ese estúpido bagaje emocional y seguir con mis días. Ahora estoy con Ria, que es en sí misma una luz en mitad de la noche, y sé que, tal vez, en estas latitudes magiares, donde se fabrica el frío, algún día veré luciérnagas y sabré que esa parte de mi vida no está muerta.

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2 comentarios:

Anónimo dijo...

this post is very usefull thx!

Alvaro dijo...

U R welcome.

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