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Despedidas

Pocas cosas se me dan bien. Pocas o ninguna. Y hay cosas que se me dan rematadamente mal; una de ellas especialmente: las despedidas. Lo sé, lo sé; ahora me vendréis con el tópico previsible: "Álvaro, a nadie se le da bien despedirse", pero no es cierto; he ahí gentlemen de la talla de Lord Byron, o del gran Schlieffen -cuyo último saludo fue apoteósico, mítico, en su lecho de muerte... "¡Que el ala derecha se mantenga firme!", después de lo cual todos los que estaban a la derecha de aquella cama biedermeier se alzaron y cuadraron-, o la divina Marlene que se despidió de todos nosotros cincuenta años antes de morir; y, lejos de las poses de algunos personajes históricos, mi buen amigo Ambrosini, se despidió de la forma que os reproduje, a modo de carta, y escapando por la ventana de nuestra cocina rumbo a Basilea.

Soy un desastre para las despedidas. Quiero recordar, emocionado, ¿por qué no decirlo?, esa ristra de adioses y gestos que he dejado en mi absurdo camino. Recuerdo, por ejemplo, con especial nostalgia, aquellos veranos en que mi madre me llevaba al pueblo, me dejaba con mis tíos y regresaba a la capital para seguir trabajando. Me daba un beso muy fuerte y un abrazo. Yo me quedaba frito, como un calamar a la romana, y, por las noches, cuando la gente salía para sentarse "al fresco", delante de sus casas, yo miraba la montañas y la sierra con sus minúsculas lucecitas -de ciudades y pueblos- que tiritaban como en un lenguaje morse velocísimo y lejano, y quería estar lejos de allí, junto a mi madre. Más tarde pasaban los días y las semanas y me sumergía en la rutina de la diversión. Y, precisamente, sin abandonar aquellos páramos abulenses, ¿cómo olvidar, también, el triste día en que mi tío Berto murió en alguna habitación de hospital en Ávila y, mientras tanto, ante la descorazonadora ausencia del sepulturero, tuvimos que cavar su tumba algunos chelovecos del pueblo; un día después, mi tía Marina, junto a la tumba horrible, se lanzó sobre el ataúd en un desesperado intento de retener lo que ya no era; y, en un flashback, ubiquémonos tres noches antes de aquello, cuando ambos vinieron después de cenar a casa y yo estaba viendo un estúpido partido de fútbol sin importancia, se sentó junto a mi y me preguntó qué tal me iban las cosas y charlamos de tonterías, sin saber que serían las últimas palabras entre nosotros.

Mítica fue también aquella horrible despedida del Village del 92 en Lisboa cuando, en un llanto contínuo, nos despedimos todo aquel ejército de niños en el aeropuerto de la capital lusitana. 

Más fría e indolente fue la calurosa mañana de junio del 94 en que nos dijimos adiós los 60 alumnos que habíamos compartido 8 años de escuela elemental, tanto del grupo A como del B. Como si tal cosa.

La primera vez que me fui a vivir fuera de España me fue insoportable ver llorar a mi abuelo, más duro que el tacón de un highlander, a mi abuela con su boca tiritante y los vidrios realmente regando sus mofletes rosados; y, en el aeropuerto, mi madre también lloró lo suyo como si le hubieran sacado la muela del juicio sin anestesia; y yo, claro, intenté no llorar, pero, al llegar a aquel hotel de Udine, al día siguiente, me eché a llorar en la soledad de aquellas cuatro paredes extrañas al recordar al viejo lagrimando con sus manos tristes y temblorosas abrazándome.

La noche del 2 de febrero de 2004 tuvo lugar otra despedida horrible: Ria regresaba a Szeged porque había terminado su Erasmus -ella había pedido la beca de 4 meses- y un mar de dudas me sacudían como si tuviera delante a Rocky Marciano; se largaban Böci, su hermano y Annamaria en el autobús que cubría la línea Nápoles - Budapest, a las 22 horas; no soporté la idea de acompañarla sólo a la parada del 27A que iba desde Colugna hasta la Estación de Autobuses, así que decidí montar con ellos en la parada y despedirles junto al bus de Eurolines. No supe qué decir y, debo reconocer que quise llorar pero me contuve; al menos hasta que subió en aquel moderno bus y, desde la ventana del tercer asiento interior de la derecha me decía adiós llorando con sus grandes ojos verdes y contrayendo sus labios como una niña; entonces rompí a llorar como un imbécil. 

Horrible fue la despedida de Leo y Honza en el Marco Polo de Venecia; Leo, más entero, me deseó suerte y Honza, lloroso y snif snif, con su metro noventa y seis, cabizbajo como un niño sin postre, me abrazó como a un hermano y me dijo "Nos veremos pronto". Yo preferí entrar y dejar atrás a los dos mejores drugos que tuve en Udine, porque no quería ver su tristeza.

En 2008, la negra ker se llevó a mi tío Lucas. Fue realmente triste, funesto todo ese año. Dos o tres días antes fui al hospital, al ala de paliativos y le dije que, como ya era marzo, pronto llegaría la primavera y volvería a casa y se recuperaría. "No creo", me dijo con voz débil. Jamás me he sentido peor; ¿cómo pude decirle eso? ¿Qué tenía, qué tengo en la quijotera para haber podido decirle eso? Luego, en el velatorio, vi a mi primo David  llorando y no pude resistirlo y lloré también mucho, porque, aunque nos veíamos poco -y ahora mucho menos- siempre le he tenido por un hermano mayor, y no fue fácil verle así. Tampoco me fue fácil ver a su hermano y mi otro primo, Antonio, lloroso y apocado. Aún hoy recuerdo la voz de mi tío Lucas y su sonrisa pilla cuando venía de pasear con mi tía Visi y pasaban por casa para charlar un ratillo, y me preguntaba "¿Qué tal, Álvaro?".

Pocos días después murió mi tío Salus. Fue otro buen palo; sin embargo, en esta ocasión, no dije nada, ni siquiera pude decir nada; estaba ya rendido por la morfina en otros mundos, otros planetas y, lo único que pude interpretar como un signo de comunicación fue su gesto contrariado al vernos en la habitación, porque no quería que le viéramos así. Mi abuelo se quedó muy muy triste.

Recientemente, mis últimas despedidas han sido tanto al venir a vivir a Budapest en Mayo, como en diciembre, después de pasar unos días con la familia en Madrid. Aún no me acostumbro -supongo que no podré nunca- a ver al viejo Timo lloroso y dejando rodar lágrimas en silencio, ni tampoco a mi abuela intentando pasar por mujer de armas tomar y más dura que un roble y derrumbándose al segundo siguiente con sus ojillos tintineantes, ni, por supuesto, a despedirme de mi madre, como cuando era niño y había una montaña entre nosotros -ella allí, detrás de todas aquellas luces de pueblecillos, y yo aquí a miles de kilómetros, a años luz, a dos horas y media, eternas, de avión-. Supongo que, con la edad, iré perfeccionando o arruinando aún más mis despedidas. Y, si os digo la verdad, es ahora cuando entiendo a aquel gran hombre, Emilio, del que no me despedí nunca, que decía: Despedirse es sólo para pesimistas.






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8 comentarios:

montse dijo...

¿Y has probado alguna vez a despedirte por escrito? Aparte de despedida le dejas un recuerdo a la persona de la que te despidas. (Parece algo tonto pero igual si escribieses te saldría mejor, se supone que cuando escribe uno tiene más tiempo para ordenar lo que piensa). Que conste que es una idea kleenex.

Alvaro dijo...

Pues no he probado nunca a despedirme por escrito. Quizá la mejor opción es la "3ª vía": no despedirse. ¿Qué me dices?

Lorenzo Garrido dijo...

Que no me hablen de las despedidas, las detesto. Muy buen relato.

montse dijo...

Supongo que depende de la situación. De lo mucho o poco que importe despedirse de alguien.

Alvaro dijo...

Creo, incluso, que cuanto más importe una persona menos esfuerzo haremos por despedirnos de ella, o, expresado de otro modo: haremos todo lo posible por no despedirnos. Luego, no despedirse es la tercera vía emergente, soleada, magníficamente optimista.

montse dijo...

¿Y eso es aplicable a pensamientos imposibles y deseos prohibidos?

Alvaro dijo...

No entiendo la pregunta. La entrada va de despedidas, otro ámbito, otros asuntos. Confesar algo es una cosa, despedirse es otra.

montse dijo...

En realidad esa pregunta es para mí misma. Y sé perfectamente cuál es la respuesta. Pero no es fácil aceptarla. Es igual; todo pasa y esto también pasará.

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