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Una noche en Udine: un conde, un punk, un británico y un checo.

A veces, los recuerdos que más daño nos hacen son los buenos. Me explico: los malos momentos pasan enseguida;  sí, sí,  su impregnación en nuestra memoria permanece como un barniz funesto, sin embargo, muy, pero que muy de tarde en tarde nuestra quijotera nos lleva por esas calles tan inhóspitas. Por el contrario, los buenos momentos tienen la mala costumbre de hacernos pensar que somos felices y, como en el 70% de nuestra existencia o no somos felices o lo somos sin ser conscientes, echamos mano de esos recuerdos para substituir esa "no felicidad" o esa "imperceptible felicidad" por los rotundos y absolutos términos de una felicidad mayor.

Nos sentimos más tristes, con diferencia, cuando recordamos con nostalgia los buenos tiempos, porque, en ese mismo instante, parece como si entendiéramos que aquello "era" bueno, y lo de ahora... no parece que lo sea tanto; si no existiera esta diferencia entre ese pasado y nuestro presente, no sentiríamos la necesidad de recordar con cariño o afecto algo o a alguien.

En este hilo de asuntos nos encontramos en una plaza llamada "Libertà", de pavimento adoquinado y una logia al frente, la Loggia del Lionello a base de arcuaciones de medio punto, recordando un poco, levemente, al Ospedale degli Innocenti, Brunelleschi y su sbornia por lograr lo clásico, sacando petróleo de la nariz y un léxico romanoide, revisado, para sus edificios siglo XV; al otro lado, está el Palazzo Comunale, gótico, muy véneto, con decoración a base de trifolios enmarcados bajo los arcos ojivales que, también, albergan una logia -es muy Palazzo Ducale, Venexia, etcétera-, donde antes los principales de la ciudad debatían el estado de la filiación véneta y ahora quinceañeros asquerosamente salidos llevan a las jais para fumar porros y reír de turistas y estudiantes; sobre la plaza gobierna la torre del reloj -muy venexian, también, claro- y, sobre todo el conjunto, el "castello", que, arquitectónicamente, no es un castillo sino un palacio, pero, en fin... la oficina de turismo sabrá... Son las 16 horas de un miércoles 6 de abril de 2003. Ria y yo estamos esperando con ansiedad la llegada de Ambrosini, el Conde Ambrosini, desde Fano. Ria, en realidad, no le conoce, pero le he hablado tanto de él que es como el tío o el primo lejano que se espera con impaciencia.

Por teléfono, su voz era inconfundible: suave, calmada, precisa en el lenguaje y, con ese ligerísimo acento francés que, el empeño en una educación personalizada e ítalofrancesa, le dejó como recuerdo. Me comentó que vendría a Udine y, después, se largaría hacia Basilea, Suiza, a ver a una amiga y dejarse caer por cierta exposición temporal de arte contemporáneo; fijamos la cita delante del Palazzo Comunale y a las 16 horas de aquel miércoles.

Puntual, como siempre, a las 16 horas hizo aparición con su melena ondulada y bien cuidada, su americana de pana entallada, una camisa de seda comprada en India de color azul, jeans y calzado informal, como si fuera un peatón más de aquella tarde primaveral udinesa. Se acercó por la espalda y nos dijo con su tono imperturbable y su elegante apostura, que era como la de un Giuliano de Medici, pero siglo XXI: "¿Esperáis a alguien?". Ria y yo nos giramos y nos topamos con el Conde Ambrosini, con la aristocracia italiana en informal esplendor. Nos abrazamos y, tras intercambiar algunas palabras de rigor, decidimos ir a casa, situada en el número 33 de la Via dei Patrioti, condominio Florida, a la cual se podía llegar tomando la calle que bajaba desde la Piazza Libertà hasta la Piazza Primo Maggio, de ahí el Viale della Vittoria hasta Piazzale Osoppo, Viale San Daniele durante unos ciento cincuenta metros y luego, a la derecha la monótona Via Martignacco, hasta desviarnos, nuevamente, por la Via Pier Paolo Pasolini, que nos conduciría, a través de distintas muestras del deporte nacional italiano de aquel entonces -construir glorietas-, hasta Rizzi, el pequeño pueblecito donde, cada domingo se congregaba la crema de Udine transformada en grupos ultras y nazis que, acudían a ver la "squadra" local, la mítica Udinese al Stadio Friûl, que estaba a dos pasos; pasado Rizzi y, antes de llegar a Colugna, estaba nuestra humilde morada.

Aparcaremos al Conde junto a su coche, detrás de nuestra casa. Y nos centraremos en Leonardo. Leonardo era punk; es punk. Sus innegables cualidades y dotes parecían deprimirse a pasos agigantados en una ciudad como Udine, algo más pequeña que Segovia, y, cualquier evento que le sacara de su tediosa rutina le llamaba la atención. Le invité a la cena un par de días antes de que llegara el conde y me apresuré a advertirle: "Tranqui, Leo; Ambrosini es un aristócrata bueno, o sea, de esos que se han dado cuenta de que la aristocracia, tal y como está el mundo, no tiene sentido alguno y, por eso, se declara abiertamente republicano". Creo que a Leo le llamó gratamente la atención; bueno, supongo; no lo sé a ciencia cierta. Pero, el caso es que confirmó que vendría.

También estaba Honza, mi añorado y querido drugo de Praga, un gentleman entrañable que combinaba a partes iguales discursos sobre cómo vender maquinaria agrícola -su padre era dueño de una de las compañías más fuertes del sector de toda Europa- a pequeñas comunidades agrarias, a concesionarios, etcétera, y relatos de prostitución salvaje en Praga. Yo le sugerí que evitara comentar delante del conde que su hermano estaba saliendo con una famosa actriz porno sadomasoquista de la República Checa, y él, como un niño grande -de dos metros- me dijo uno de sus clásicos "¡No, no, claro!". Debo confesar que la sugerencia era otra cosa, era psicología inversa puesto que deseaba fervientemente que lo contara.

Finalmente, cuando todo parecía que estaba hecho, apareció John, o la llamada de John vía Vodafone Italia, o esa lamentación continua que, inevitablemente, versaría sobre el síndrome de abandono, que si los ingleses, que si los españoles, ... Olvidé un dato importante: John era de Gibraltar, y no se consideraba ni inglés ni español, sino británico. O sea que vendría a la cena.

Así pues, y como diría Einstein (¿por qué damos tanta autoridad a un físico? ¿Acaso damos autoridad a Leonard Martinbaum, licenciado por la universidad de Lovaina en Física, con un doctorado que dejó seca a media piara de cerebritos titulado "Física cuántica: ¿dónde están los átomos cuando se los necesita?"? ¿Verdad que no? Pues eso), D-os no juega a los dados, cierto, pero falta el matiz definitorio: "normalmente". Es decir, que aquel día sí jugó. 

En la cocina estaba todo dispuesto y preparé una magnífica presentación de verduras varias, listas para la tortura de la parrilla, así como unos cuantos chuletones que caerían entre las voraces fauces de estos drugos -a excepción de Ria y su ramalazo vegetariano sentimental-. Como en la cocina nunca me gustó ver más de un par de manos -o sea, las mías- decidí mandar a todos a la terraza, con vistas a la deliciosa campiña véneta y a los no tan lejanos Pre Alpi y su atardecer rosa y malva, mientras me encargaba de los últimos detalles (no se lo digáis a nadie: los últimos detalles en una cocina son siempre la sal, la pimienta y esas pequeñas cantidades de "todo un poco"). Honza, como un niño, no dejaba de ir y venir, y en una de sus venidas me pidió "porfi, porfi, porfi" preparar el fuego de la barbacoa; no me gustaba la idea pero... ahí estaban los dados y, finalmente, salió el seis doble, ¡ping! ¡la niña, la madre y la abuela bonitas!, e, incomprensiblemente, de mi boca salió un efímero pero suficiente "de acuerdo" que, el bimbo (bebé, en italiano) de dos metros tomó como si fuera la Torah, la cocina el Monte Sinaí, y la terraza con el resto de concurrentes, los israelitas desparramados y desparramando. 

Al cabo de un par de minutos, queridos drugos, una densa, muy muy muy densa niebla se cernió sobre aquellos páramos; era una niebla "especial", con olor a carboncillo, madera y un aditivo de origen desconocido. Cuando salí de la cocina por la puerta de la terraza con mis verduritas y esa carne alpina a punto de festín, me di cuenta de que, de niebla nada de nada: aquello era como una orgía de humo en toda regla: cuando llegué -abriéndome paso entre las entrañas de ese humo denso- hasta el resto de chelovecos, me encontré a Honza, como un típico padre de familia americano, con una camiseta de tirantes roja, unas pinzas y una lata de cierto combustible especial para barbacoas del que ya no quedaban ni los restos. 

Entre toses y unas gafas de sol -que necesité para que el humo no me entrara en los ojos mientras cocinaba- logré preparar la cena, hasta que, en el último chuletón, surgida de esa maravillosa niebla que habíamos creado a base de líquido inflamable y carne humeante apareció la silueta del vecino, que venía hacia nosotros con su rostro friulano, su gorra de leñador canadiense y una camisa de franela de cuadros.

- Oeeeé, ragassi! Cosa state bruciando? Cheroxeno? 

Hubo una discusión, y, al final, le rogué que me dejara terminar con él último chuletón. Se largó como vino, esfumándose y tosiendo, internándose como un suicida en las tripas de ese dragón de humo que habíamos liberado. Honza lanzó una carcajada. Leo le miró con ojos como huevos y el conde, como si no hubiera pasado nada, siguió disfrutando de su vasito de vino, con sus cejas arqueadas y nobiliares. Ria se partía de risa también y John, el británico John, Johnny boy, estaba nervioso como un conejo en invierno, y con su típico acento angloandaluz no paraba de decir "Chicoh, ehm,... creo queeee....ehm, deberíamoh calmarno un poquito... ehm, ¿no?".

La cena transcurrió con nocturnidad y alevosía, y reímos y hablamos y congeniamos todos; Leo se partía con John, el conde se partía con Honza, yo me partía viendo al conde y a Honza, y supongo, que Ria se partía viéndome partirme de risa de cómo un checo le hablaba de la población protitutaria de Praga a un conde -que mantenía la compostura y la serenidad en todo momento-. 

Terminada la cena, tomamos un vasito de grappa junto a un café. Y entonces, volvieron a caer los dados y... ¡bing! ¡Cinco doble! De la oscuridad de la noche surgió un motorista que venía desde Rizzi en dirección a Colugna. Honza estaba contando algo sobre su amigo Marcelo y sus rollos de Brno cuando un frenazo y un resplandor a nuestras espaldas iluminaron la noche udinesa; Honza se levantó como si hubiera estado sentado  sobre un muelle y gritó "Andiamo! Andiamo, andiamo, andiamo, andiamo ... andiamo, andiamo... andiamo!" mirándonos de forma alterna mientras nosotros le correspondíamos como si se hubiera tratado de un recitativo espontáneo de Shakespeare, maravillados, eclipsados, alucinados por tan abrupta pero genial pasión interpretativa. Todos nos intercambiamos miradas y en un santiamén estábamos ya de acuerdo en que el motorista se había caído; Ambrosini, haciendo alarde de educación personalizada y gran forma física, saltó como una pluma de la terraza al césped del jardín y corrió a través de él como una de esas delicadas figuras de Botticelli; Leo y yo salimos pitando también, pero con nuestro rollo punk y postpunk, o sea, de risa; Honza, como buen deportista fumador se tiró al ruedo como un espontáneo, y corrió como una gacela criada al otro lado del telón de acero; John fue el último en saltar. Cuando llegamos aquel hombre había partido el casco por la mitad; estaba bien aunque un poco aturdido. Enseguida, y mientras Leo y yo le hacíamos algunas preguntas al pobre hombre, la voz del conde se erigió sobre el resto y sentenció: "John, trae un té al señor". 

Una hora después, cuando todo había pasado, y el motorista retomó de nuevo el camino, renqueante y sin casco, eso sí, no podíamos ni siquiera hablar muriéndonos de risa, recordando a Honza con su speech salvaje, sin mediación alguna, directo, puro, único, instantáneo, espontáneo... total; a John ofreciendo "agüita" al accidentado; al conde saltando como un gamo y tratando a John como si fuera un mayordomo.

A la mañana siguiente me desperté y fui a llamar a Ambrosini, para saber si quería tostadas para el desayuno; se había ido; elegantemente había hecho la cama y había dejado una nota que transcribo:

 "Querido Álvaro; no deseo trastornar su descanso. He disfrutado mucho de su compañía y de la de sus camaradas, pero debo partir para Basilea. Nos veremos de nuevo, aunque no puedo asegurar que disfrutemos de los mismos extras que la pasada noche. Un abrazo, amigo.

Postdata: No se torture pensando en cómo he logrado cerrar la puerta: si va a la cocina, se dará cuenta de que he salido por la ventana."

Todavía hoy, cuando cenamos con amigos o familiares, durante cinco minutos me quedo ausente, triste, nostálgico, y quisiera llorar -a veces- porque me gustaría de nuevo estar allí, con aquel "yo", con aquella Ria, con Honza, con Leo, con John, y con el conde Ambrosini. 

No deseo quemar, ni enterrar, ni apagar este recuerdo, tampoco tirarlo. Este recuerdo, aunque es un vacío que tengo dentro, aunque es como comer un limón, es una de las pruebas de que "cualquiera tiempo pasado fue mejor", como diría Manrique. 


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4 comentarios:

montse dijo...

Esto es de lo mejor que he leído en los últimos tres días.

Alvaro dijo...

Me hubiera gustado más si hubieras dicho "es de lo mejor que he leído en los últimos 3 años", pero bueno...Es broma; gracias, Montse; hacía tiempo que quería escribir sobre aquella nohce y, finalmente, después de cuatro días, he podido dar forma al recuerdo. Un abrazo.

montse dijo...

Para que te hagas una idea:
En esos tres últimos días he leído más que en tres años. Ya me gustaría, ya , leer más, y escribir más también, pero entre la falta de sincronización entre el tiempo libre y la inspiración, es difícil. Ya me he bajado Vagabundos, te diré algo cuando consiga leerlo con calma y procesarlo, así que dáme tiempo. Y el relato de En la escalera es de capítulo de alguna serie de hace años...es igual, no me hagas mucho caso.

Alvaro dijo...

El relato "En la escalera" es 100% original, en tanto en cuanto sucedió así: yo viajé en noviembre con Wizzair desde Madrid a Budapest y sucedió un altercado, conocí a un húngaro muy simpático que me ofreció el taxi que su compañía le había pagado para llevarme hasta Örs Vezér Tér, donde yo debería coger un bus hasta casa; bien, de no haberme ofrecido el taxi, seguramente hubiera tardado el doble (porque llegábamos a Budapest a las 2 de la mañana). Esa misma noche, soñé con este tipo, y con la historia, exactamente como la relato. O sea que... Montse, Montse (con tonillo de profesora de escuela elemental cuando advierte a un alumno...)

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